Crónica desde la Marcha de la Generación Z

Sus barreras habían caído. La tensión me invadía mientras me preparaba para cubrir una manifestación que podría marcar un antes y un después. En redes sociales se convocó a lo que sería llamada la “Marcha Generación Z”. Comencé mi recorrido desde la estación del metro, donde preparé mi cámara y me dispuse a documentar el avance por Avenida Reforma, acompañando a miles de personas vestidas mayoritariamente de blanco y portando sombreros, símbolos característicos del movimiento.
Las pancartas y carteles mostraban mensajes como: “¡Fuera narco gobierno!”, “¡El gobierno mató a Manzo!”, “¡Fuera pi@$@$s chairos!”.
El ambiente avanzaba entre cánticos y una palpable sensación de patriotismo. Hasta ese punto, la marcha se mantenía pacífica: incluso los mismos ciudadanos detenían a encapuchados que intentaban alterar el orden o cometer vandalismo.
Pero conforme nos acercábamos al Zócalo, la tensión aumentó. Se escuchaban explosiones de petardos que generaban un ambiente de intranquilidad. De pronto, una voz anónima entonó el Himno Nacional. Poco a poco, la multitud se sumó, transformando un murmullo inicial en un poderoso coro que resonaba en toda la plaza. Era un pueblo cantando por su país y por el cambio.
Sin embargo, lo que ocurriría después sería distinto a cualquier manifestación que hubiera presenciado antes.
Como en otras marchas, el gobierno había instalado barreras para proteger edificios emblemáticos como la Catedral y Palacio Nacional. Aun así, los encapuchados lanzaban piedras y bombas molotov mientras los manifestantes les pedían detenerse, sin éxito.
En las puertas de Palacio Nacional me subí a una jardinera junto a otros colegas de distintos medios. A pesar del miedo, todos estábamos ahí por el mismo propósito: informar. Durante unos minutos parecía una manifestación habitual, hasta que escuchamos a lo lejos: “¡Ya se abrió! ¡Ya se abrió!”.
De inmediato, encapuchados y cientos de personas corrieron hacia ese punto vulnerable y comenzaron los ataques: piedras, petardos, cohetes e incluso escudos arrebatados a los granaderos. Por primera vez en la historia reciente de México, una escena así ocurría frente a Palacio Nacional. Las barreras comenzaron a caer una tras otra.
Los manifestantes, impulsados por una mezcla de indignación y coraje, avanzaron hacia los granaderos. El gas lacrimógeno y los primeros intentos de contención fueron insuficientes. Aunque más refuerzos llegaron y lograron recuperar terreno, cada avance era seguido por un nuevo retroceso ante el número de agresores.
Buscando mejores imágenes, me acerqué a la entrada de una estación del Metro. Ahí, un encapuchado cayó descalabrado frente a mí, lo que me puso en alerta. Segundos después, una piedra rebotó y golpeó mi codo, desviándose de mis costillas por pura suerte. En un contraataque de los granaderos tuve que moverme del lugar para proteger mi integridad.

En otra jardinera, rodeado de periodistas y curiosos, una bomba aturdidora explotó muy cerca. Muchos corrieron; yo solo pude agradecer que llevaba audífonos con cancelación de ruido, que amortiguaron el impacto en mis oídos. Instantes después, el gas lacrimógeno inundó el área. Entre gritos de “¡No se tallen!” y “¡Échense agua!”, mis ojos ardían intensamente, hasta que una persona me ofreció agua y pude recuperarme. Fue entonces cuando decidí retirarme: ya tenía suficiente material para entregar a mi medio.
En mi salida, vi al personal del ERUM auxiliando a heridos: personas con golpes, impactos de piedras y, en un caso particularmente alarmante, alguien con una herida abierta en la cabeza.
Quizá esta lucha sea el inicio de algo más grande. Una revolución contra este gobierno. Aunque para muchos pudiera parecer una manifestación más, desde mi perspectiva como reportero fue un momento decisivo, un punto de quiebre:
Generación Z, un gobernador muerto y un grito de justicia… bajo un sombrero de paja.
